lunes, 26 de diciembre de 2011

UNA PIEDRA MISTERIOSA

Alex Ayala


El monolito Pachamama (Bennett) es un resumen a pedazos de la historia. Vida y muerte. Sus miradas son leyendas que forjaron los pasados. Y sus pasos son los caminos que señalan los futuros.
“Era un día más, uno de tantos, entre rocas y areniscas. La piedra, tallada y trabajada, descansaba en posición horizontal. Corrían tiempos de guerra, y brazos y piernas caminaban hacia el Chaco. Pero allá, en Tiwanaku, un soldado, Luis Canedo Reyes, todavía flanqueaba la testa un tanto desgastada del monolito Pachamama. A su alrededor, todo un regimiento: el Lanza. Ya poco queda de esa época. Tan sólo los instantes congelados en el blanco y negro de algunas fotografías que ayudan a reconstruir cada uno de los peldaños de la historia.
Ellos, Luis y otros 50 uniformados, salieron en 1932 de Guaqui hacia las trincheras. Pero, antes, decidieron rendir un homenaje a la estela sagrada que acababa de ser descubierta. Coincidencia o no, del grupo volvieron todos, algunos heridos pero con vida. Desde entonces, los hombres de la guarnición Lanza han venido peregrinando periódicamente a La Paz para agradecer al monolito. Ahora, cuando se miran de nuevo en el recuerdo -en un clisé vestido de tonos asepiados- contemplan el pasado y el presente del monolito Pachamama, ya restablecido a su morada originaria.
Bondades e infortunios, espantos y corduras. Así rezan las marcas invisibles de la pieza lítica más famosa de Tiwanaku. Y mientras Luis Canedo es el boceto de esa cara amable del monolito, los relatos de la familia Posnansky se asemejan más a un rostro que se desfigura. "Durante el golpe del 71, un morterazo impactó contra nuestra casa. Además, una hija de mi hermana se abrió la cabeza y se fracturó la clavícula cuando jugaba en la plaza del estadio, donde antes se asentaba el ídolo de piedra", cuenta Carmen, nieta de Arturo Posnansky -responsable, en su momento, del traslado a la hoyada de la estela tiwanakota-. Algunos vecinos de Miraflores, por ello, también secundaron sin problema el cambio de emplazamiento. "Los años que estuvo por acá no trajo nada bueno: accidentes, desgracias y subdesarrollo. Es vengativo", comentan.
Mitad símbolo y mitad polémica. Esos son los mimbres del Monolito Pachama: amor y odio, superstición y casualidad. El miedo impulsó ya antaño a los españoles a derribar el alma de estas piezas a arcabuzazos -como ocurrió con el Ponce-, o a cortarles los pies, mutilarles las orejas y sellarles la boca.
Era el mismo temor, a esos destellos mezcla de misterio y desconocimiento, que ahora habita en las conciencias de los que siempre han tenido el monolito como suyo. "Nuestros amautas han visto, en sus sueños, a la estela caminando por Tiwanaku. Está desesperada por llegar a casa. Sin traslado no sé lo que hubiera podido ocurrir", decía Tito Flores, actual alcalde de la población.
Y, entre este maremágnum de pasiones y sentimientos de todo un pueblo, aparecen las voces acreditadas de la ciencia que intentan también serlo de la conciencia. Arqueólogos, antropólogos e instituciones que, en su mayoría, buscan el aliento más racional del monolito. "Su embrujo es simplemente una creencia popular sin más elementos de asidero que la cábala y la casuística", observaba Mario Montaño -antropólogo- entre sorbos pausados de café en la Universidad de Santo Tomás. Pero no falta tampoco quien gusta de caminar en el terreno de lo inconcreto. "El Monolito Pachama (Bennett) te señala cómo seguir tu camino. Yo he tomado conciencia de una serie de coincidencias gracias a él.
Y cuando el pueblo lo piensa, lo siente y lo percibe embrujado es porque es así. No hay discusión posible", sentencia Carlos Ostermann, docto justamente en esa misma rama.
Venidas y regresos. Es la estampa que graba en las memorias la estela sagrada. "Yo, el supremo apóstol de Tiwanaku, os excomulgo y maldigo", gritó airado Arturo Posnansky a los tiwanaqueños que lo echaron del lugar a poco del traslado del monolito Pachamama a La Paz. Hoy esas palabras se hunden en la lejanía. La pieza condecora ya a los "condenados". De Posnansky únicamente quedan tímidos retazos -un tubo de vidrio, con sangre junto a una moneda, y un manuscrito- en la estructura de la plaza del estadio donde se asentaba el Bennett.
Así es la historia, con recuerdos y con olvidos. Pero también con marcas imperecederas, como los impactos de bala que porta el monolito sin atisbo de lamento.
Y quizás baste con echar un vistazo a las conclusiones del arqueólogo Oswaldo Rivera para comprender el significado de todo: "esperanza de que un pasado de grandeza depare un futuro de esplendor". Por ALEX AYALA
de Caminates de los Andes

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